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Aballay era un gaucho mal llevado, resentido, ladron, asesino.
Pero a veces la imagen que devuelve un espejo hace que una persona se replantee toda su vida. En el caso de Aballay, ese espejo fue la mirada de un niño. Luego de matar salvajemente a un hombre, la mirada aterrorizada del hijo de su victima le dio conciencia de su salvajismo, de su falta de humanidad. Y ese golpe lleno a Aballay de confusion, de horror por si mismo.
En ese estado, Aballay oyo hablar de los estilitas. Gente que, para alejarse de la tierra en que ha pecado, y acercarse a Dios, decidia hacer una particular penitencia: subirse a una columna, y no volver a bajarse de ahi por el resto de su vida. En el campo argentino del 1900 no habia columnas. Entonces Aballay decidio no volver a bajar de su caballo. Pasan los años. Aballay cumple su promesa. No toca el suelo. No vuelve a asesinar, ni a robar. Hace rigurosa su penitencia. La gente empieza a hablar de “El Pobre”, de “El hombre-caballo”, y su imagen empieza a tomar ribetes legendarios. Se convierte, ante la mirada de la gente, en una especie de santo.
Pero la mirada de ese niño no lo abandona, y el sabe que en cualquier momento lo va a buscar. Y lo va a encontrar.